domingo, 28 de diciembre de 2008

TOROS MITOLOGÍCOS I - Mesopotamia y Persia

En cualquier tratado de tauromaquia, léase Cossío o cualquier otro autor tauromáquico, encontramos algún capítulo donde se describen las hazañas de toros célebres que, en determinadas efemérides, dejaron constancia de las excelencias de sus embestidas y lo cara que vendieron su vida en esa lucha desigual de la fuerza bruta frente a la inteligencia.
En este trabajo me propongo reseñar, con la venia del respetable, una lista de toros mitológicos celebres que, bien con nombres propios o innominados, formaron parte de las creencias mitológicas en la antigüedad. En cada una de esas “leyendas” constataremos que el tratamiento dado al toro, en las diferentes sociedades primitivas desarrolladas que lo conocieron, esencialmente fueron de tres formas diferenciadas, a saber: como víctima de sacrificio, como simbología divina o como divinidad en sí.
Muchos recordarán, desde que principiábamos a estudiar historia universal, que el primer poema épico conocido de la humanidad, se nos decía, era la epopeya de Gilgämesh, un legendario rey sumerio del III milenio a.C., de fuerte complexión física y extraordinaria belleza.


La trigueña hermosura masculina que adornaba a nuestro héroe, fue la causa por la que -tras la hazaña de matar al monstruo Khumbaba, el guardián del bosque sagrado de los famosos cedros del Líbano, con la ayuda de su inseparable amigo Enkidu- provoca un ardor amoroso irrefrenable en la diosa sumeria Inanna (la Isthar acadia),"Señora del cielo" diosa del amor y de la guerra.
Gilgämesh rechaza las proposiciones amorosas de la diosa quien, airada por semejante afrenta y osado desprecio, suplica al dios An, padre de todos los dioses y señor del panteón sumerio, le envíe un Toro Celeste para que ataque y mate al insolente héroe. Súplica que se concede y ejecuta sin tardar.
El toro enviado, en desagravio de la diosa, es de una corpulencia y fuerza descomunal. Ancho de sienes, amplios, ofensivos y astifinos pitones; intenciones, embestidas y acometidas furibundas, que hacen del morlaco uno de los animales más terroríficos de la historia de la mitología.
La lucha se presume larga, sangrienta y desigual, y al final se barrunta la tragedia. Pero al héroe une sus fuerzas Enkidu, el amigo inseparable, y entre ambos dan muerte al Toro Celeste. El modo de hacerlo lo describe el épico poema de la siguiente forma: ”...¡Amigo mío, he visto el medio para abatir al toro, y nuestras fuerzas serán suficientes para vencerlo!, ¡Quiero arrancarle su corazón para ofrecérselo a Shamash! (dios de la Justicia), Yo, le voy a perseguir, lo cogeré por lo grueso de su cola y le retendré fuertemente sus dos pezuñas, tú, por delante él, tú lo agarrarás y entre la cerviz, las astas y el crucero con tu puñal lo herirás de muerte.” (Columna IV, Tablilla VI del Texto Asirio) (1)

Para darnos idea de lo descomunal de la envergadura del toro, vean las medidas que nos proporcionan los artesanos que midieron sus astas, después de muerto el toro: “... Los artesanos midieron el grosor de los dos cuernos, (seguimos leyendo el mismo texto asirio), su masa era, cada una, de treinta minas de lapislázuli (1 mina = 600g.), la anchura de su revestimiento era del grosor de dos dedos y de seis guru de aceite el contenido de ellos (1 guru = 25 litros). Gilgämesh ofreció los dos cuernos a su dios, Lugalbanda, como vasos de unción; se los llevó y colgó en su cámara principesca”.
El poema sigue describiendo la epopeya tras la lucha, muerte y descuartizamiento del toro. Enkidu, el amigo de Gilgämesh, en un acto de arrebato desaforado, arranca con sus manos las partes del animal y las arroja con burla a la cara de la diosa Inanna (foto 2). Como es natural semejante agravio y ofensa no podían quedar sin castigo y la diosa le envía una enfermedad, muy dolorosa, de la que fallece a los trece días, con la consiguiente consternación del ídolo de la epopeya. Me pregunto si, tal vez, arranca desde época tan temprana de la historia la superstición a dicho número trece.
Tras esta primera “leyenda", y sin dejar la zona de Mesopotamia, las regiones entre los ríos Tigris y Éufrates, donde según la Biblia se encontraba el Paraíso terrenal, adentrémonos en el Imperio Asirio, cuyos ejércitos lucían, coronando el mástil de sus estandartes, la figura de un toro pasante. (fotos 3 y 4)





En esta zona encontramos también unas famosas representaciones escultóricas de toros alados androcéfalos (del griego Andros=hombre y Cefalo=cabeza) de fama mundial. Me estoy refiriendo a los renombrados querubines, del acadio Kerub -no confundir con los querubines de la angelología hebrea y cristiana, cuyo préstamo no se produjo hasta después de la primera destrucción del Templo de Jerusalén, en el 586 a.C. - esculpidos en piedra, de enorme y refinada talla que se colocaban a modo de guardianes mágicos a la puerta de los templos y palacios o en la sala del trono real.

Esos toros alados con cabeza humana, tocados con gorro orlado con tres pares de cuernos, o casco tricorne, de larga melena y poblada barba, eran la perfecta representación de la naturaleza divina y humana de la realeza. Esas soberbias esculturas pétreas tenían un significado singular: el cuerpo del toro simbolizaba la fuerza, la cabeza humana la inteligencia, las alas la celeridad, la tiara con tres pares de cuernos la naturaleza divina de la realeza y la melena y la barba el poder. (foto 5)
La proliferación de semejantes esculturas no era patrimonio exclusivo del imperio asirio, sino que la difusión de estas representaciones androcéfalas se extendió por todos los países limítrofes del llamado “creciente fértil”.
Tras conocer los toros de la Mesopotamia babilónica, nuestros pasos se encaminan ahora hacia la “tierra de los arios”, los antepasados de medos y persas, donde nos toparemos con un acontecimiento sorprendente en el que un toro es la génesis de la creación.
Para ello acerquémonos al dios supremo Ahura-Mazda (foto 6), también conocido como Ormuz, de donde proviene el nombre del estrecho que cierra las aguas del mar de Arabia o golfo Pérsico. La leyenda dice que Ormuz creó un toro primordial, llamado Abudad, en cuyo cuerpo se encontraban todos los gérmenes de la vida. Pero Arimän (hermano y enemigo de Ahura-Mazda, principio del mal y de las tinieblas) da muerte al toro primordial, con el propósito de evitar cualquier atisbo de creación.

Sus intenciones son frustradas al intervenir el Demiurgo y crear de la paletilla derecha del toro a Kaiomorts, el primer hombre, a quién nuevamente el malvado Arimän dará muerte cuando, este Adán ario, tenía treinta años.
A pesar de todo, la creación no se detiene y de la paletilla izquierda del toro, Ormuz crea a Gochorum, el alma del toro primordial, destinado a ser la base de todas las especies zoológicas. De su esperma, purificado, da vida a dos toros, macho y hembra, de la que salieron las 272 especies de animales conocidas en aquella época, tras las correspondientes metamorfosis o transmutaciones.
Luego, de las astas del toro creó los árboles; de su rabo los granos; de la nariz las legumbres y de su sangre las uvas.
Supongo que alguien se preguntará qué pasó con el primer hombre, Kaiomorts. Pues verán. De la sangre de Kaiomorts que reunía en sí los dos sexos, Ormuz la mezcla con tierra y origina un árbol, llamado Heom, que después de diez años echó diez ramas que fueron las primeras parejas que originaron la humanidad.
Otra variante de la génesis creadora del toro, muy parecido al relato anterior, la encontramos descrita en el libro del Avesta. Ese libro, de la religión medo-persa, fue escrito, según la tradición, en doce mil pieles de toro y destruido por Alejandro Magno el año 331 a.C., cuando redujo a cenizas el palacio real conocido como “La Apadana” en la ciudad de Persépolis.

Dicho relato nos habla de un dios llamado Mitra (foto 7), dios de la luz y la verdad, que pasaría a ser, con el correr de los tiempos y con la ayuda difusora de las legiones romanas, la figura central de una religión de gran importancia y presencia en la Roma Imperial, al que se conocía y adoraba como “Deus Sol Invictus” (foto 8a y b) que sería la mayor enemiga y competidora de la cristiandad, hasta su desaparición en el siglo VII. En Mérida existía un templo dedicado a Mitra, en el s.III a.C., ubicado debajo de la actual plaza de toros.
La narración nos informa que el Dios Ahura-Mazda u Ormuz, ordena a Mitra que mate al toro celeste, que está aterrorizando la región. Mitra logra asirlo por los cuernos e introducirlo en una caverna, pero el toro se escapa y Mitra , ayudado por su perro, lo persigue de nuevo, lo sujeta por las narices con una mano, mientras con la otra le hunde en el cuello su cuchillo de caza.

De inmediato, del cuerpo del toro surgen todas las especies vegetales. Su carne se convierte en cereal y su sangre en vino. Pero Arimán quiere enturbiar las aguas de la vida y envía a la hormiga, al escorpión y a la serpiente para que intenten devorar las partes genitales del toro y beber su sangre. Encargo y objetivo que afortunadamente no consiguen y de este modo la “simiente del toro”, purificada por la Luna, produce todas las especies de animales domésticos y "su alma”, bajo la custodia del perro que ayudó a Mitra a cazarlo, se elevó hasta los cielos y se convirtió en Silvano, el dios tutelar de los rebaños.
Permítanme añadir un relato que pone de manifiesto el odio de Ariman a todo lo que creaba su hermano Ormuz. Según cuentan varios relatos, se dice que los hombres, que padecían las inclemencias del tiempo y en especial los fríos de aquellas antiguas glaciaciones, pidieron a Ahura-Mazda que les ayudase a protegerse de las gélidas temperaturas, en especial por las noches. Sus ruegos fueron atendidos y les enseñó a confeccionarse vestidos con las pieles de los animales que cazasen. Además les regaló el fuego, que desconocían, para que se calentasen e igualmente les puso una luminaria celeste que les iluminara, temporalmente, por las noches.
Al contemplar todos estos regalos, con los que habían sido obsequiados los hombres, Arimán montó en cólera y en un arrebato de ira les arrebató y apagó el fuego con sus manos y con rabia lanzó las cenizas contra la luna, con intención de cegar su luz, sin conseguirlo. Dicen que las manchas oscuras que vemos en la luna, son las cenizas que lanzó contra ella el malvado Arimán.

Plácido González Hermoso


BIBLIOGRAFIA
(1).- Federico Lara Peinado, "Poema de Gilgamesh".

3 comentarios:

  1. Hola, tu blog se encuentra fácilmente en google. Entraré de vez en cuando para leer lo que vas publicando. Un saludo de tu sobrino, desde las frías Villuercas. Raúl González

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Holaaaa, aquí estamos siguiendo este blog tan taurino. Mamá está alucinada, diciendo "oohhh, mira mi hermanito, las cosas que hace..."

    FELIZ 2009

    Saludos desde Madrid

    Adolfo (padre), Adolfo Jr, Pedro y compañía

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