domingo, 14 de diciembre de 2008

MITOLOGIA DEL TORO – II

PROLOGO JUSTIFICATIVO

Dedicatoria:
A mi mujer, por soportarme.
A mis hijos, por aguantarme.
Y a los tres, por el cariño que nunca me faltó.

Continuando con el hilo del ovillo mitológico expuesto en el artículo anterior, procede comentar lo que nos hace imaginar Unamuno sobre aquellas remotas épocas, y por ello cabe decir que no sé si fue en el cavernario Paleolítico superior, o en el Neolítico temprano, donde nace la concepción del toreo como forma lúdica de entretenimiento o lucha trágica que, como es obvio, se fue perfeccionando a lo largo de varios milenios. Mas no andaba desencaminado el trovador vasco al afirmar lo que de mágico tuvo aquel rito iniciático y de cierto lo que de trágico tuvo siempre el contacto del hombre con el toro, y más cierto aún el culto que se le dispensó a ese animal totémico, desde los albores de la humanidad, hasta terminar en una de las expresiones artísticas más depuradas y etéreas de nuestro tiempo: el toreo.
Afirmaba Ortega y Gasset en su disertación “La caza y los Toros” que: “...no se puede comprender bien la historia de España desde 1.650 hasta hoy, quien no haya construido con rigurosa construcción la historia de las corridas de toros, en el sentido estricto del término; no de las Fiestas de Toros, que más o menos vagamente han existido en la Península desde hace tres milenios”.
Esa frase afirmativa, de hondo sentido, encierra una realidad latente en la que las corridas de toros corren parejas con la historia de España en algo más de tres centurias. No pretendo hacer, aquí y ahora, un recorrido para construir con rigor esa otra historia social española, ya que no es mi intención desviarme hacia la sociología, cuya disciplina no domino, sino más bien el relatar, lo más detallado posible, las recopilaciones de datos sobre el toro en la mitología, es decir, de esas fiestas de toros de hace más de tres milenios, o a saber a qué tiempos se remontan esas taurolatrías, o creencias en las que el toro era, al menos, pontificado.
Por ello, mi propósito de plasmar en unas cuartillas lo que del mito del toro he conocido, viene motivado por la curiosidad que despertó en mí ese segundo párrafo de Ortega sobre la existencia de las Fiestas de toros en nuestra Península desde hace tres milenios. Intentar comprobar vagamente si existieron fiestas de toros en tan lejanas fechas, identificadas como tales, nos retrotrae, si consideramos que tal afirmación fue pronunciada hacia 1.950, nada más y nada menos que hacia el año 1.050 a.C. aproximadamente, cuando apenas llevaba fundada unos 30 años la ciudad de Cádiz, la Gadir de los fenicios.
Entrar a escudriñar en ese milenio lo que de fiesta taurina o táurica pudiésemos encontrar, a fin de documentar si fuese posible lo que de cierto tenía la afirmación del renombrado filósofo, es adentrarse en un volcán de sucesivas y permanentes explosiones culturales, que proliferaron e inundaron los países ribereños o cercanos al “Mare Nostrum”, donde los avatares sociales, culturales, religiosos e históricos se sucedían a velocidades vertiginosas y por ende, tarea cargada de un sin fin de dificultades que hacen del intento un camino dificultoso en extremo.
Otro motivo que justifica el propósito de recorrer los mundos del toro, en épocas tan tempranas de la humanidad y en donde habría de encontrarme con “demasiada cultura” -expresión de un erudito aficionado y mejor amigo, el Dr. Salas Moreno, al pedirle su parecer sobre semejante empresa-, viene dado por las encíclicas condenatorias a la fiesta de toros promulgadas por los Papas a lo largo del s.XVI y siguientes. En ellas se condenaba e intentaba prohibir dichas fiestas con variados argumentos, llegando incluso a "amenazar de excomunión" a quienes participasen en ellas e incluso "se les denegara sepultura cristiana" a aquellos que muriesen por asta de toro, en una de aquellas diversiones de pagano ancestro.
Otro tanto podemos encontrar en las renombradas Partidas del rey Alfonso X el Sabio(1221-1284), al legislar en el Título VII, Ley 5º:”De los hijos que el padre puede desheredar.” Se llegaba a autorizar a los padres a desheredar a sus hijos, considerándolos infames, por torear mediante remuneración o estipendio. En la Partida I, título V, Ley LVII, se prohibía a los prelados asistir a los cosos, disponiendo para ello que los eclesiásticos “non deven yr a ver juegos,... assí como alanzar, o bohordar, o lidiar los toros, o otras bestias bravas nin yr a ver los que lidian”, y en caso de infracción quedasen “vedados de su oficio por tres años”.(1)
Sobre la participación de los eclesiásticos en "correr toros", véase mi artículo "Curas Toreros", de próxima aparición.
Mas Alfonso X no fué de los primeros en establecer ciertas restricciones y así encontramos que Alfonso I el Batallador (1104-1134) en el Fuero de Tudela de 1.122, en su disposición 293 señala castigo para “quienes llevaren vaca, buey o toro atado, y maliciosamente hicieran flox o soltura, determinante de daño o escarnio”.(2)
Poco tiempo después y para evitar los males y peligros a que podían estar expuestas las personas de las poblaciones donde se corrían toros, se optó por realizarlas en lugares o recintos vallados, a fin de tener las máximas garantías de seguridad, como podemos observar que ocurrió en determinados sitios. Un ejemplo de lo anterior se pone de manifiesto en el Fuero de Zamora, 1276 que dice:”Defendemos que nenguno non sea osado de correr toro nen vaca brava enno cuerpo de la villa, se non en aquel lugar que fué puesto que dizen Sancta Altana; a ahí cierren bien que non salga a fazer danno. E se por aventura salir, mátelo para que non faga danno”.(2)
Los “juegos de toros” fueron catalogados por muchos moralistas y teólogos como dimanantes de los “ludi” romanos, y hasta comparados con juegos y espectáculos circenses y por tanto era cosa profana y condenable desde el punto de vista cristiano.
No obstante, las gentes del pueblo pensaban que haciendo un voto de esta categoría, se podía incluso aplacar a la Divinidad, como ocurrió en el concejo de Roa en 1.374, que se conserva entre los manuscritos del Monasterio de Silos: “A 4 de Enero del año del nacimiento 1.374 se obligó el concejo de Roa (por una pestilencia de que Dios les había librado), facemos et prometemos voto a Dios... de dar e pagar en cada anno para siempre jamás mil i quinientos maravedís desta moneda usual, que facen diez dineros el maravedí. E que paguen... todos cavalleros, escuderos dueñas e doncellas, fijosdalgo, legos, clérigos, indios i moros desta dicha villa. E que destos dichos mil i quinientos maravedís sean comprados quatro toros y que sean corridos y dados por amor de Dios, los dos toros el día de Corpore Cristi. E que dichos toros fagamos dar cocidos a los envergoñados i pobres... con pan i vino...” (3)
Los percances que ocurrían en aquellos festejos desorganizados de "correr toros", eran tan frecuentes que, como es indudable, producían una preocupación en el pueblo en general y en las propias Autoridades locales y nacionales. Así en 1555 las Cortes de Valladolid se dirigen al rey diciéndole: “otrosí decimos, que por experiencia se ha entendido que, con correr toros en estos reinos, se da ocasión a que muchos mueran en mucho peligro de su salvación, o suceden otros inconvenientes dignos de remedio. Suplicamos a Vuestra Majestad provea se mande que de aquí en adelante no se corran; mas, en lugar de estas fiestas, se introduzcan ejercicios militares, en que los subditos de Vuestra Majestad se hagan más hábiles para le servir”.
Esas pretensiones de prohibir las fiestas de "correr toros" podían producir, por lo arraigadas en las costumbres populares, cierto rechazo, animadversión o antipatía hacia la nobleza que llevaron a sopesar el asunto en la decisión real. Debido a ello respondió el Monarca, Carlos V (1516-1556), : “...que en cuanto al daño que los toros que se corren hacen, los corregidores e justicias provean y prevengan de manera que aquél se excuse en cuanto se pudiere, y en cuanto del correr de los dichos toros, esto es una antigua y muy general costumbre en estos nuestros reinos, e para la quitar será menester más mirar en ello y ansí por agora no conviene se haga nada”. (3)
Sin ánimo de ser más exhaustivo, no seguiremos abundando con más ejemplos en esta parte introductiva, aunque más adelante nos referiremos a ello con más detalle. No obstante diremos que los impedimentos y prohibiciones de los Borbones ilustrados, nada pudieron hacer contra una de las costumbres más incardinadas y arraigadas, a lo largo de tantos siglos, en el pueblo español.
Causas hay que siguen provocando incógnitas, en un principio inexplicables, que es menester averiguar todo lo posible sobre este mito táurico. La analogía que se hace sobre la fiesta de los toros con lo solar, la esvástica o los arcanos del número tres, en donde el sol y la sombra, los tres tercios de la lidia, la vida y la muerte, el drama y la tragedia están siempre presentes, son elementos suficientes para provocar la curiosidad de todo aquel que “quiera explicarse su origen, su desarrollo, su porvenir, las fuerzas y resortes que lo engendraron y lo han sostenido...”, al decir de Ortega.
Esas tres cuestiones, arcanas como el número, arcanas como los tercios de la lidia, los tres matadores con sus tres banderilleros o los tres avisos etc., que conducen en la fiesta de los toros al sacrificio del tótem y por tanto implicasen misterios, con reminiscencias religiosas helio-táuricas ancestrales, que pudieran ser la causa o el origen de aquellas prohibiciones Papales y otras, antes mencionadas, y por ende a los orígenes ancestrales de la mitificación del toro, son causas más que suficientes para estimular cualquier inquietud por desvelar el misterio.
Una última motivación de la plasmación de estos datos en unas cuartillas, no es solo la de dejar constancia de unos conocimientos que pudiera haber adquirido, tras la lectura de varias decenas de obras sobre la materia, ni la pretensión de recibir algún encomio con que alimentar la propia vanidad, siempre presente en el ser humano, sino más bien por una especie de desconfianza propia ya que, de no hacerlo, estoy seguro que en la corta distancia de poco tiempo, mi memoria no tendría, tal vez, la generosidad de revertirme, en el momento que se lo solicitase, aquel dato, aquel relato, cuento o pasaje de entre ese cúmulo de informaciones que pacientemente le he ido suministrando.
Así pues, si convenimos con lo que afirma Angelo Brelich al referirse a ciertas disciplinas científicas que investigan los orígenes de fenómenos y se esfuerzan en explicarlos, sostiene que:”...el Mito no explica nada, se limita a narrar”(4). Por ello, lo que expongo a continuación, se limita solamente a narrar lo que de los mitos he conocido, dentro de las distintas culturas o religiones por las que me he atrevido y he tenido la suerte de deambular y disfrutar, en ese viaje de lecturas y leyendas.
A fin de seguir de algún modo un tipo de orden, me propongo relatar lo conocido siguiendo un itinerario geográfico, aunque no sigamos la consiguiente cronología histórica entre los relatos de unas zonas y otras, ya que más bien nos detendremos en cada zona geográfica para conocer de cerca los avatares en los que estuvo involucrado, cultural o cultualmente, nuestro “bos primigenium”.
Por ello y haciendo caso a D. Miguel de Unamuno, comenzaremos desde esa etapa cavernaria, aunque solo sea someramente, para después realizar el verdadero recorrido desde las primeras sociedades organizadas de la humanidad, asentadas en Mesopotamia entre los ríos Tigris y Éufrates, donde al parecer y según la Biblia se hallaba el Paraíso terrenal. Saliendo del idílico Edén, sin que ningún ángel exterminador, léase Kerubín (del sumerio Kerub), nos expulse ni castigue, nos dirigiremos a la Persia zoroástrica y védica, para proseguir a la mítica y mística India, así como hacer un pequeño escarceo a la misteriosa China o las islas de Indonesia. Desde allí y atravesando el Indico, o mar Eritreo, conoceremos algunas costumbres de Madagascar, desde donde nos trasladaremos y recorreremos el río más largo del mundo, el padre Nilo, donde desvelaremos el trato que se le dio al toro entre las culturas nilóticas y en la tierra de dioses, faraones y pirámides.
Una vez recorrido el país de los faraones, nos infiltraremos entre las gentes del Éxodo israelita hasta llegar a la “Tierra prometida”, para conocer de cerca al pueblo de Israel. Subiremos por el curso del Jordán y a través de Tiro y Sidón y siguiendo el curso del Orontes, bautizado como “río rebelde” por los árabes, descubriremos el país de la púrpura, topónimo con el que se conocía al país de los fenicios. Desde esa nación de los sidonios (Fenicia), seguiremos la ruta de las caravanas a través de Ebla y Alepo para introducirnos en los legendarios reinos de Asiria y Mitani, en el curso alto del Tigris y el Éufrates. Atravesaremos la cordillera del Tauro, modernamente subdividida en montes Tauros y cordillera del Antitauro, conocida entre los turcos como “la cordillera de los cien toros”, visitaremos al guerrero pueblo Hitita, de Anatolia, donde tomaremos la nave que, tras apacible singladura, espero, nos acerque a la mítica Creta, donde las mujeres jugaban al toro.
De ahí y siguiendo las corrientes micénicas, arribaremos en la culta Grecia, cuna de la mitología occidental, desde la que, pasando por el Imperio Romano, amarraremos la nave en nuestra tartésica y querida Iberia, donde ya sosegadamente escudriñaremos todas las influencias y préstamos culturales que nos han dejado los pueblos que nos visitaron y durante tantos siglos nos invadieron y dominaron.
Queda dicho, pues, que no hay más pretensiones que la de recopilar y reagrupar los innumerables datos que sobre el mito del toro he conocido, por lo que sin más aspiración que lo antes manifestado, solo me queda pedir benevolencia a quien pueda leer estas páginas, así como que pase por alto el análisis sobre la estructuración, la composición o la calidad narrativa de los capítulos que siguen a continuación. Me excuso de las imperfecciones que puedan encontrarse, de la simplicidad o pobreza de las cuestiones expresadas, de la monotonía o pesadez que pueda producir su lectura, a pesar de que mi intención, que sí he procurado, no ha sido esa.
PLACIDO GONZALEZ HERMOSO
BIBLIOGRAFÍA:
(1).- Julio Caro Baroja: “El Estío Festivo”
(2).- Luis del Campo: “La Iglesia y los Toros”
(3).- Padre J.Pereda, jesuíta.-”Los toros ante la iglesia y la moral”
(4).- Angelo Brelich, "Las Religiones antiguas", vol.I.-Ed. Siglo XXI

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