viernes, 2 de octubre de 2009

EL TORO Y EL MUNDO FUNERARIO - II

Los ritos funerarios que relatamos en el capítulo anterior, no solo eran conocidos y practicados por los egipcios y otros pueblos de África, sino también en la India e Indonesia donde aún se practican.
En esas zonas, era creencia general que el Toro negro era asimilado al mundo inferior y por tanto relacionado con la muerte. Incluso en los países lejanos donde llegó el influjo de la India, que participan de dichas creencias como Java y Bali, se acostumbra a poner los féretros de los príncipes en ataúdes en forma de toro para incinerarlos.
El comportamiento y las actitudes ante la muerte de los pueblos mesopotámicos son conocidos a través de los mitos y epopeyas que han llegado hasta nosotros. En general no creían en una vida futura y aceptaban resignadamente la muerte como algo natural. Aunque la excepción la encontramos en el mito de Gilgamesh, no solo por el enfado rabioso tras la muerte de su amigo Enkidu, sino, principalmente, cuando va en búsqueda de la inmortalidad, que lo lleva a entrevistarse con el Nöé sumerio, Utnapistim, quien le revela el lugar secreto donde crece una planta submarina que le librará de la muerte. Aunque la felicidad y la dicha, como casi siempre, dura muy poco, ya que tras haberla encontrado le es arrebatada por una serpiente; episodio de un paralelismo sorprendente con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, tras la tentación de la serpiente, quienes también pierden la inmortalidad.
En esas zonas bañadas por el Tigris y el Éufrates, los ríos del jardín del Edén bíblico, los enterramientos se hacían, por lo general y a excepción de las tumbas reales de época tardía, dentro de la propia casa del difunto, cuyo cuerpo era depositado bajo el suelo de la vivienda, junto con todas sus pertenencias. En Mesopotamia no había cementerios públicos.
La creencia general sobre los cadáveres insepultos, por haberle negado el enterramiento y las correspondientes ofrendas sus familiares, se convertían en espíritus sin descanso que vagaban desorientados y podían causar grandes males a los vivos.(1)
En Bali (la isla turística por excelencia de Indonesia) se celebran en la actualidad unos ritos funerarios entre los componentes de la tribu de los Torajan, introducidos desde la India en el siglo XI y actualmente en uso. El ritual en sí consiste en amortajar al difunto en un sudario blanco y envolverlo en una estera de hojas de palma fuertemente atada. A hombros de sus familiares es depositado en un túmulo, ricamente engalanado, que es transportado por los más allegados, en solemne procesión, hasta el lugar donde ha de ser incinerado. La tumultuosa comitiva que transporta el túmulo, a cuya ceremonia se procura invitar a todos los habitantes de la aldea, va precedida en todo su recorrido por la imagen de un toro profusamente adornado y engalanado, en algunos casos los adornos son de pan de oro. El referido toro no es otra cosa que un sarcófago de madera con forma de ese animal totémico y llevado por gran número de porteadores.
Antes de salir el cortejo del poblado dan tres vueltas al difunto, a fin de que “se desoriente su alma” y no pueda volver a la casa donde vivió, ya que de hacerlo jamás alcanzaría el cielo, que es su destino y sus deudos no vivirían con tranquilidad.
Al llegar al lugar de la cremación, el lomo del sarcófago-toro se abre y el cadáver es depositado en su interior. El sacerdote procede a cortar las ligaduras que une la estera de palma a fin de liberar el alma del difunto y ésta pueda alcanzar el cielo. A continuación derraman sobre sus restos agua bendita, recogida de las fuentes sagradas y depositan en su interior varias viandas, junto con una flor de loto, que le servirán de sustento en el viaje a las alturas. Antes de cerrar el sarcófago, el sacerdote introduce un brote de bambú como símbolo de la resurrección del alma, prendiendo fuego a continuación a la pira funeraria. Una vez consumida ésta, las cenizas son recogidas en cuencos de coco y esparcidas al viento, frente al mar.
Además de la utilización del sarcófago-toro, reservado en este caso a la casta de los brahmanes, otras castas utilizan el león-alado o el pez-elefante. (2)
Volviendo a la cuenca Mediterránea encontramos otras costumbres en la Turquía hitita, en especial en la necrópolis real de Alaça Höyük, que estuvo en uso entre el 2.300 a 2.100 a.C., donde depositaban sobre las tumbas, como víctimas rituales del banquete funerario, los cráneos y las patas de los toros sacrificados, tras ser consumidos en un banquete ritual.
Entre los hallazgos encontrados en las tumbas de Alaça, merecen mención expresa ciertas figuritas de animales, toros y ciervos principalmente, en cuya época eran muy frecuentes los Rythones con forma de animales.
En cambio, entre el pueblo llano los lugares de culto se encuentran en las mismas casas, donde enterraban a sus antepasados y celebraban las ceremonias rituales, de aparente paralelismo con las costumbres mesopotámicas. (3)

En la “Tumba del Señor de las Cabras”(1.750-1.700 a.C.) de Ebla (hoy Tell Mardikh, que significa “Roca Blanca”), se halló un talismán de hueso que recoge en una de sus caras un banquete sagrado con un personaje ante una mesa de ofrendas, asistido por sirvientes y por dos figuras totalmente desnudas.
En la otra cara se representa la escena de la adoración de un Toro por cinocéfalos (primates o con cabeza parecida a la del perro), delante de dos figuras desnudas. Según los textos ugaríticos, el Toro sería la figuración del alma del difunto y los dos personajes desnudos sus primeros hijos. Algunas tumbas de Çatal Höyük están decoradas con extraordinarias pinturas murales, figuras en relieve en las paredes, bancos, pilares con cuernos y cabezas de toro modeladas.
En Maikop, capital de la república de Adiguesia al norte de la cordillera del Cáucaso, en el valle de Kubán (la tierra de los Cosacos), extremo oriental del mar Negro, se descubrió un túmulo sepulcral de un cacique, donde el baldaquino que cubría su cuerpo estaba sostenido por cuatro soportes, insertados en el centro de los cuerpos de otros tantos toros de oro macizos. Una de las vasijas del ajuar funerario está decorada con grabados de toros de perfil. (4)
La presencia del toro en el mundo funerario egipcio ya fue descrito, ampliamente, en el capítulo anterior. No obstante, cabe señalar el caso de la diosa vaca Hathor (diosa del amor, la música, la belleza y protectora del parto de la mujer), la cual se encontraba con el difunto en la entrada al mundo inferior.
Al nombre de esta diosa se asociaban las conocidas como “Las siete Hathores”, consideradas como hijas de esta diosa y, otras veces, como “siete hadas”, que eran las que decidían el destino del difunto tras renacer en el más allá y las encargadas de proporcionar el alimento y la bebida al difunto (cuya fórmula se encuentra registrada en el capítulo CXLVIII del Libro de los Muertos). Estas “siete Hathores” eran representadas en las tumbas en forma de vaca y acompañadas por un toro, conocido como “Toro del Oeste” y “Señor de la Eternidad” (títulos ostentados por Osiris, el dios de los difuntos), y cuatro remos, que simbolizaban los cuatro puntos cardinales.
Una hermosísima recreación de las siete vacas podemos contemplarla en la tumba de la reina Nefertari (“Por la que brilla el Sol”, el título más hermoso que poseyó), la “Gran esposa real” de Ramsés II (1279-1213 a.C.). En Egipto las vacas encarnaban el concepto de fertilidad, mientras que el toro fecundador que las acompaña es el heraldo de los dioses, simbolizando la fecundidad de la tierra, la potencia y el poder germinador.(5)
En Grecia los bovinos, en pié o acostados, velaban el sueño de los difuntos en los cementerios de Atenas, desde la época clásica en adelante. En las tumbas de la época micénica se han encontrado huesos de animales como bueyes, ovejas y cabras. El sacrificio de bueyes en los funerales parece que fué prohibido en la época de Solón (640-558 a.C.) uno de los siete sabios de Grecia y tío de Platón.
También en Chipre se han encontrado huesos de bueyes en las tumbas encontradas en Politik, que demuestran la relación del toro con el difunto.
En Creta los toros tenían una especial significación religiosa en la época Minoica, como lo demuestra el hecho de que enterraran a sus reyes en compañía de cabezas de éstos animales, a cuyos cuernos daban un esmerado baño de oro.
En el mundo griego y cretense existía una creencia fabulosa de que el cuerpo de los toros muertos engendraban las abejas, poniendo de manifiesto el poder generador de vida de este animal, como nos relata el historiador griego Antígono de Karystos (siglo III a.C.) :“ En Egipto, si entierras al buey en ciertos lugares, de modo que solo salgan de la tierra los cuernos, y luego se los sierras, dicen que salen volando abejas; ya que el buey se putrifica y se convierte en abejas”.
Ovidio relata, en Fastos 1, 393, la pérdida de los panales de Aristeo, “Señor de la miel”, y el modo de recuperar otros enjambres siguiendo el consejo de Proteo que consistía en: “... enterrar el cadáver de un buey muerto, y que de él obtendría lo que quería, ya que cuando el cuerpo desapareciera, surgirían de él enjambres de abejas”.(3)
Este pasaje también lo relata Virgilio, en Geórgicas libro IV [295] 445, la forma de conseguir abejas del cadáver de un novillo de dos años: “...Sitio angosto, a su fin acomodado se elige, y se lo cierra con las tejas de un cobertizo y cuatro estrechos muros. Cuatro ventanas a los cuatro vientos en ellos se abren, con la luz oblicua. Un novillo se busca que en la frente cuernos lleve encorvados de dos años, y, por más que resista, se le cosen boca y narices sin dejarle aliento. A golpes se le mata, se magulla el interior bajo la piel intacta. Así molido se le deja entonces en la cerrada cámara tendido sobre ramojo de tomillo y dafne (se refiere al laurel, que personificaba a la ninfa Dafne) recién cortado... El humor entretanto se calienta en los molidos huesos fermentando, y extraña enjambrazón de animalillos se ve estallar en vívido hormiguero, sin patas al principio, luego alados con estridente vuelo que rebulle...”
Mas adelante, en la misma obra, Geórgicas libro IV, [550] 810, relata el sacrificio que Aristeo debe hacer a Orfeo, por recomendación de Cirene y forzar a Proteo para que remedie su desgracia, tras haber perdido toda su hacienda, en especial las colmenas: “Cumple él la orden materna sin demora: viene al santuario, arregla los altares, lleva los cuatro corpulentos toros de la más bella estampa y las novillas que el yugo no han probado. Al primer rayo de la novena aurora brinda a Orfeo el funeral tributo y vuelve al bosque. Y allí, la repentina maravilla: en las pútridas carnes de los toros zumban abejas; los abiertos flancos hervir parecen, y una inmensa nube a poco irrumpe, que en el árbol próximo toda se arremolina, y de las ramas queda colgando al fin, racimo espléndido”. (10)
Mucho tiempo antes, de la existencia de Grecia, encontramos documentada la existencia de este tipo de creencias en el mundo bíblico, precisamente en el período de los Jueces de Israel (periodo que abarca desde la muerte de Josué hasta la aparición del profeta Samuel), en concreto en tiempos de Sansón (uno de los últimos jueces, siglo XII a.C.), cuyo relato aparece en el pasaje en el que, tras descuartizar al león con sus propias manos, unos días más tarde encuentra un enjambre de abejas en el cuerpo del león: “Tiempo después, bajando para desposarse con ella (con Timna, la filistea), se desvió para ver el cadáver del león, y vio que había un enjambre de abejas con miel en la osamenta del león…”(Jueces, 14,8). Aparentemente parece que el pasaje no refleja con claridad que del cuerpo del león surgiesen las abejas, pero sin embargo éstas creencias se ratifican en el enigma que, más tarde, plantea Sansón a los filisteos durante los esponsales: “El les dijo: “Del que come salió lo que se come, y del fuerte, la dulzura”. (Jueces 14,14) (6)
Otro caso curioso en que la muerte del toro sirve como elemento generador de vida, en este caso de vida humana, es la siguiente leyenda: “Hireo era un criador de abejas. Un día se le acercaron Zeus y Hermes solicitando su hospitalidad. Tal solicitud fue atendida con todo lujo de atenciones, y los dioses al partir, para recompensarle, le preguntaron si quería realizar algún deseo, a lo que Hireo les contestó que su mayor ilusión sería tener un hijo, pero que ya no podía por ser de edad avanzada. Entonces los dioses le dijeron que matara un toro, se orinase en su piel y la enterrara en el sepulcro de su mujer. Al cabo de nueve meses, surgió de la tierra un niño maravilloso, Orión, a quien se le consideró como el mensajero de las lluvias primaverales y estivales”.(3)
Otra vez, como vemos, se repite el binomio muerte-resurrección en que, a través del tránsito por el mundo funerario, surge un nuevo ser, una nueva vida, con la intervención imprescindible del toro como elemento generador de vida por excelencia.
Los etruscos concedieron al toro la misión de guardián del sueño eterno. Buena muestra de ello la encontramos en la “Tumba de los Toros” en Tarquinia, cuya entrada está escoltada por las pinturas de dos toros sedentes y un tercero, en posición itifálica, que arremete contra una pareja desnuda.(7)
Las culturas isleñas, de la prehistoria mediterránea, enterraron a sus muertos en hipogeos semejantes al seno materno. En los habitáculos sardos (Cerdeña) se muestran numerosos bucráneos y prótomos de bovinos esculpidos sobre los muros de entrada de las tumbas, fechados entre el 3.000 y el 1.500 a.C. de clara influencia anatólica.
El “Mare Nostrum” fue el vehículo difusor de las ancestrales culturas mediterráneas desarrolladas, cuyas influencias impregnaron nuestra península Ibérica a través de las diversas invasiones que soportamos. La estatuaria taurina cobró aquí una nueva dimensión, incorporándose, artística e ideológicamente, a las existentes en todo el área.
También las corrientes de la cultura funeraria encontraron en nuestra Península una resonancia e incidencia permanentes. El culto a Serapis (el toro fúnebre egipcio) penetró al menos desde el s.II a.C., extendiéndose por puntos como Astorga, Valencia, Gerona (Ampurias) etc. y no es de extrañar que la presencia del toro en los actos luctuosos gozase también de una importante presencia como en Baleares, donde existieron prácticas de enterramientos en sarcófagos tauromorfos, como lo demuestran los hallazgos de sarcófagos descubiertos en el abrigo de Avenç de la Punta (Mallorca), entre el 500-100 a.C., poniendo de manifiesto la concepción de que el sarcófago táurico tendría una significación envolvente del vientre de alguna diosa innominada, de un posible nexo con el mundo egipcio.(8)
Las abundantes esculturas de toros halladas en el área levantina y andaluza, se han relacionado con el mundo funerario. Los toros hallados en posición sedente o en actitud amenazadora, están relacionados con el difunto y se colocaban encima de plintos sobre pilares, como el encontrado en la necrópolis de Coimbra del barranco Ancho (Jumilla, Murcia), en otras ocasiones se decoraron las sepulturas con toros acostados, como el caso de Osuna (Sevilla) o el de El Molar (Alicante). (3)
Era práctica común la celebración de sacrificios funerarios o “Silicernium”, que designaba el banquete con que terminaba, en la antigüedad, los nueve días que duraban los funerales. Como es de suponer la víctima inmolada era el toro.

En la misma línea de la presencia fúnebre del toro, puede asociarse algunos de los conocidos verracos tauromorfos, a tenor de las inscripciones latinas esculpidas en las peanas o sobre sus lomos, que contenían el nombre del finado. Igualmente es significativo reseñar la abundancia de estelas funerarias, en las que se alternan, junto al nombre y profesión del difunto, signos astrales junto a imágenes bovinas, de uso común desde los pueblos celtibéricos hasta después de la conquista romana. Significativas son las conocidas “Estelas” de Clunia, o la de Atilia Burrutia, hija del guerrero Viriato, en el Museo de Navarra, las de la provincia de Soria.(3)
Esa influencia y presencia del toro en el mundo funerario, no termina necesariamente hace dos mil años como pudiera parecer, sino que llega hasta nuestros días en nuestra Península. A este respecto, en algunos lugares participaba en los funerales portando cierto número de panes clavados en los cuernos, los cuales podían ser rescatados mediante una cantidad de dinero, en reñida puja entre los asistentes al duelo. Esta costumbre estuvo muy arraigada en el País Vasco.
A este respecto y por oposición del clero regional se consiguió que, en 1.771, el Consejo de Castilla dictase una Real Provisión por la que quedaba prohibida esta práctica por “indecente”, aunque, como casi siempre, no llegó a surtir efecto alguno, ya que a comienzos del siglo XX se seguían celebrando este tipo de rituales.
Esa presencia física del toro en los entierros, como simbolismo del acompañamiento y protección que prestaba al difunto en el largo viaje que debía recorrer en la otra vida, la relata Julio Caro Baroja con cierta variante y que se supone modificada por el transcurso del tiempo: ”...A comienzo del siglo XX, dice, en algunos pueblos de Guipúzcoa, con ocasión de entierros importantes, era llevado como ofrenda a la parroquia un buey, al que se adornaba con manto negro, borlas al pescuezo y un pan de cuatro libras de peso en cada cuerno, y al que había que rescatar mediante una suma fijada ”.
También en otros lugares de España se practicaron costumbres parecidas, como ocurrió en la capital de la Asturias de don Pelayo: “en el siglo XVIII en Oviedo, en el convento de San Francisco, donde se encontraba el panteón de los marqueses de Valdecarzana, en el que se seguía la práctica consuetudinaria de que en el día de difuntos, tras hacer una ofrenda de pan en el altar mayor, se cantaba una misa y en el momento de rezarse el responso en la cripta, sin preceder cruz ni otra exterioridad, los criados introducían una vaca viva que permanecía arrimada mientras se cantaba”.(9)
Muchos relatos más se encuentran en los anales históricos de otras muchas sociedades que, al igual que las relatadas, realizaron suntuosos ceremoniales funerarios. En función a la situación geográfica de cada sociedad, es obvio que los rituales diferían en consideración a las creencias, las costumbres o las disponibilidades económicas de la familia del difunto. Mas en todas ellas se dio el denominador común de la importancia de las ofrendas, procurando en todas ellas ofrecer al finado, en el banquete ritual, el animal de mayor valor económico que podían adquirir.
Con lo relatado en estos dos capítulos ha quedado atestiguada, suficientemente, la importancia y presencia del “bos primigenium” en el mundo funerario, como elemento acompañante y protector del difunto, en ese incierto viaje hacia el lejano retorno a la vida futura.
Plácido González Hermoso.


BIBLIOGRAFIA
1.- Henrietta McCall, “Mitos Mesopotámicos”, Ed.Akal
2.- Canal + Odisea, festival de Agama Tirtha (Bali)
3.- Cristina Delgado Linacero “El toro en el Mediterráneo”
4.- Joaquín Córdoba Zoilo, Historia 16, nº 6 de “Historias del viejo mundo”
5.- Albert Champdor, “El libro egipcio de ,los muertos”
6.- Biblia Nacar-Colunga, B.A.C.
7.- José María Blázquez, “Imagen y Mito”
8.- “El Toro y el Mediterráneo”, Exposición Caja Duero, Marzo-Mayo 2001
9.- Julio Caro Baroja, “El Estío festivo”
10.- Publio VIRGILIO Marón, “Obras completas.- Geórgicas, libro IV