viernes, 11 de marzo de 2011

TOROS MITOLOGICOS – V, Los dioses-toro de la tormenta

     En los capítulos precedentes, sobre “Toros mitológicos”, encontramos a éste animal totémico en una simbiosis permanente con la divinidad, en cualquiera de las diferentes culturas que lo conocieron y en las que nos hemos adentrado. 
     En ese sincretismo asociativo del toro con la divinidad, el denominador común, en todas esas culturas, era la utilización de la simbología del toro para ensalzar y enaltecer el concepto de fuerza, poder y virilidad de los principales dioses de su panteón.
Dios Enlil en una impresión de un cilindro de arcilla
     Las diversas culturas que conocieron a este animal emblemático, mostraron una inclinación especial en ensalzar la potencia genésica del toro, producto no solo de la observación de la capacidad fecundante del uro, tras vencer a sus congéneres en una lucha cruenta y apartarse un harén de hembras, sino del poder, potencia y acometida furibunda que imprimía a sus ataques y que le hicieron merecedor del temor, admiración y el culto del que gozó entre los grupos de cazadores primitivos y, posteriormente, entre los pueblos agrícola y pastoriles de la antigüedad.
     La ocupación social en esas dos actividades dependientes de los frutos de la tierra y del ganado -agricultores y ganaderos-, supuso la dependencia de los ciclos estacionales de la Naturaleza que marcaban, al mismo tiempo, la estabilidad económica de la sociedad. Mas esta aceptación a los avatares naturales no estaba exenta de creencia religiosa alguna, más bien al contrario, ya que el hombre del Neolítico tenía ya bien formada la concepción de que todos los fenómenos naturales, al igual que ocurría con los animales, estaban movidos por un espíritu potente y de un poder sobrenatural fuera del alcance de las capacidades del hombre y por tanto, los efectos malignos o perniciosos podían ser modificados mediante rituales de magia simpática.
     Como es lógico, para que un ritual produzca los efectos deseados, necesariamente debe estar dirigido a la potencia que produce dichos fenómenos. Por tanto, la principal preocupación y ocupación del hombre primitivo fue la de identificar y poner nombre al causante de tales prodigios; es decir, debía ponerle nombre a ese ser superior capaz de tan portentosas potencialidades. Y a esa potencia superior la llamó Dios.
     A partir de ahí no le fue difícil descifrar la ecuación genésica de la vida. Si, como acabamos de decir, la preñez de un número determinado de vacas era producto de la potencia fecundante del toro, la fertilidad de la tierra se veía potenciada tras la beneficiosa lluvia arrojada desde lo alto.
     Luego la lluvia enviada desde el cielo por esa potencia superior, tras insuflarle el germen seminal, era la que fecundaba la tierra y esa fertilidad era producto de la potencia fecundante de su Dios, una deidad suprema que regía la lluvia, el relámpago y la tormenta; de ahí la terminología de “Dioses de la tormenta”, de los que nos vamos a ocupar en éste capítulo.
     Ese dios regidor y dispensador de la lluvia portadora de vida, que mitigaba los periodos de estiaje de la tierra era, a la vez que fecundador, un dios violento y arbitrario, identificado en todas las sociedades con un toro salvaje. Ningún otro animal podía simbolizar mejor el trueno y la tormenta con su potencia fecundadora, su fuerza bruta y su potente mugido.
     Tras esta introducción, nuestro comienzo debe empezar, forzosamente, por aquellas zonas geográficas donde tiene sentido la existencia de un dios fertilizador, junto a la necesidad de una tierra fértil en la que germinasen las semillas y demás plantas herbáceas, necesarias para que una cosecha abundante y unos pastos generosos colmasen las necesidades de pueblos y ganados.
     Ese comienzo no es otro que la tierra donde, nueve mil años antes de nuestra Era, se descubrió la agricultura y se domesticaron la oveja y la cabra, a la vez que surgieron los primeros pueblos organizados: los Sumerios. Precisamente, entre éstos, el término gu ó gud significa a la vez «toro» y por extensión, «fuerte» y «valeroso». Al igual que el agua era para ellos de una importancia capital y fundamental y exaltaban este concepto en un himno al “agua de vida” que decía: “Del cielo con abundancia llueve…, de la tierra con alborozo sube”.
Dios de la tormenta, s.VIII a.C.
     En el panteón sumerio, con cerca de dos mil dioses según algunos autores, los dioses de la lluvia tenían una importancia capital y, además de los propiamente nominados como dioses de la tormenta, algunos dioses de gran importancia tenían reconocida esas potencialidades. Entre ellos encontramos a ENLIL, la principal deidad sumeria, “señor del viento” y “de la atmósfera”, portador de “las tablillas del destino” de los hombre, que recibía los apelativos de “lugal.a.ma.ru”, es decir “rey de las tormentas” y los de “Toro fecundante” y “Toro potente”, con lo que indicaría que Enlil era el dios del clima. Un himno sumerio lo describe así:



Echado en el campo
como un robusto toro montañés,
sus brillantes cuernos refulgen como el sol
y resplandecen como Venus en el cielo”.

     A pesar de ello, en Mesopotamia, el clima no marcaba la abundancia de las cosechas, al depender éstas del limo fertilizante que depositaban los ríos al desbordarse. Esas inundaciones, tan frecuentes en aquellas tierras cuasi pantanosas, eran el producto del carácter irascible y temible de Enlil, por lo que recibía el calificativo de “Toro furibundo” y “Toro destructor”.
     En un mito primitivo se decía que la unión marital entre Enlil y su esposa Ninlil, la diosa madre sumeria o diosa vaca, era la causante de las crecidas y el consiguiente desbordamiento de los ríos Tigris y Éufrates, inundando las riberas y fertilizando los campos. También se dice, en el mito del Diluvio mesopotámico, que es Enlil quien abre las compuertas del cielo para acabar con los molestos humanos, conocidos como los “cabezas negras”, por lo que su hermano el dios Enki, “Señor del Fundamento” e invocado como “Hijo del Toro”, le recriminase severamente en otro himno sumerio:

Oh tú, sabio entre los dioses, intrépido,
¿Cómo así, sin reflexionar, has podido traer el Diluvio sobre la tierra?
Castiga [en adelante] al pecador por su pecado,
Al ruin por su maldad.
Sube, paséate sobre estas aldeas arruinadas,
Observa estos cráneos recientes o de antaño:
¿Dónde está el hombre de bien, en dónde el ruin?”

     Una homología parecida a este himno la encontramos en el mundo hebreo, en este caso no recriminando si no llamando a la reflexión a su dios y es la que le hace Abraham a Yahveh, al enterarse que iba a destruir la ciudad de Sodoma: “Entonces Abrahán se acercó y dijo (a Yahveh): ¿De modo que vas a destruir al inocente con el culpable?. Supongamos que hay en la ciudad cincuenta inocentes, ¿los destruirías en vez de perdonar al lugar en atención a los cincuenta inocentes que hay en él?. Lejos de ti hacer tal cosa! Matar al inocente con el culpable…”. (Génesis. 18, 23-26)
     En la mitología, los dioses de la tormenta se representaban montados encima de un toro con los rayos en la mano, como puede observarse en la mayoría de las imágenes que acompañan este capítulo.
     Aunque la teología sumeria le asigna a Enlil la capacidad de gobernar la atmósfera, tanto en el mundo sumerio como, posteriormente, en el babilónico, el verdadero dios de la tormenta, al que se le guardaba y reservaba un culto especial, era  ISHKUR (en sumerio) o ADAD (en acadio), adorado aproximadamente del 3500 al 1750 a. C. en toda la antigua Mesopotamia. Lo representaban montado sobre un toro con los rayos en la mano, al tiempo que le invocaban como “Toro vigoroso” y “Toro fecundador”, ya que creían que el dios derramaba sobre la tierra su semen en forma de lluvia y por eso la lluvia fecunda la tierra.
     Ishkur era un dios de doble aspecto. El terrible regía los vendavales, los truenos, los rayos y las tormentas; mientras que el benéfico lo hacía sobre las aguas fecundantes, las lluvias y el rocío, y era conocido por los Canaanitas como Hadad, o Buriash para los Cassitas. La constelación Guanna, "el Toro Celeste", o de Tauro, estaba dedicada a él.
     En cambio, cuando las tormentas eran devastadoras lo llamaban “Toro furibundo”, y era creencia general que el ruido atronador de los truenos eran “los bramidos del dios enfurecido”. Esas potencialidades del dios se reflejan en varios pasajes de un himno sumerio dedicado a él:

“Ishkur, gran toro radiante, tu nombre alcanza el cenit del cielo…
Tu nombre acornea a la tierra una y otra vez,…
Tu mugido motiva que la gran madre, Nilil, tiemble ante ti…
Cuando desde la ciudad eleva su voz al cielo,
verdaderamente es una bramante tormenta”.

     En cambio entre el mundo babilónico era el titular de la tormenta devastadora y de las inundaciones, pero no de la lluvia fertilizante, aunque en este himno babilónico se le invoca como dios benefactor:

“Señor, que resides en la abundancia, noble Ishkur,
la fertilidad cae del cielo como lluvia,
sobre el país toda abundancia cae como lluvia.
…Él hace crecer el grano en el surco,
él ha vertido la crecida en los arroyos”.
Dios Marduk con los atributos de dios de la tormenta

     Una vez creado el estado Babilónico por Sargón I (2334 a.C. – 2279 a.C.), la unificación del estado no se limitó únicamente a las ciudades-estados, si no que abarcó todas las áreas sociales como la justicia, el comercio, la religión y los dioses, surgiendo la figura del dios MARDUK como dios supremo y patrono de la ciudad de Babilonia y culminó como cabeza del panteón babilónico, tras la subida al trono del sexto rey de la primera dinastía babilónica, el amorreo y legislador Hammurabi (siglo XVIII a. C.), y a Marduk se le intitulaba como “Novillo del Sol” y regía el crecimiento de los vegetales, el poder fecundante de las aguas y su mugido se asimilaba al huracán y al trueno
     Los persas no poseían templos ni erigían estatuas dedicadas a sus dioses. De hecho, ninguna edificación del área persa ha sido claramente identificada hasta la fecha como los restos de un templo.
     Entre los dioses primitivos, anterior al mazdeísmo según unos, encontramos al dios ZURVAN, que representaba al dios avéstico del tiempo y fue la figura central del zurvanismo posterior, al que consideraban como procreador de Ariman y Aura-Mazda u Ormuz, los titulares del mazdeismo.
Dios de la tormenta de Hasanlu, Irán, 2000 a.C.
     Otra deidad en el Irán antiguo era VERETHRAGNA  (al que le estaba dedicado el vigésimo día del último mes del año) que se apareció a Zoroastro bajo la forma de un toro (como reza un himno de alabanza a Verethregna, que comienza con una enumeración de las diez formas en que la divinidad se aparecía: como un toro con cuernos de oro, un caballo, un ciervo, un macho cabrío… etc).
     Asociado a este dios se realizaba un festival iraní de la lluvia conocido como Jashn Tiregan, y se celebraba el primer día del mes de julio o día del Tir (nombre de un mes del calendario persa) a fin de invocar la lluvia.
     No obstante, a pesar de que los persas no poseían templos ni erigían estatuas a sus dioses, las representaciones del dios de la tormenta se materializaron en infinidad de soportes, como puede observarse en un vaso de oro hallado en Hasanlu (s. XX a.C.), (una ciudad cercana al lago Urmia, al N.O. de Teherán, Irán) donde aparece, entre otros motivos, un carro conducido por un dios alado y tirado por un buey celeste que escupe la lluvia, exponente manifiesto de la representación del dios de la lluvia y la tormenta.
     Una de las civilizaciones, tal vez, menos estudiadas y difundida, fue la conocida como “civilización del Indo”(2.500 a.C.), la cual se desarrolló a lo largo de las riberas del río Indo - de donde toma el nombre la península indostánica, uno de los dos ríos sagrados, junto con el Ganges-, teniendo sus principales centros culturales en las ciudades de Harappa y Mohenjo-Daro.

Pintura rupestre de Raisen



Grabado de Khoupum
Dios-toro del Indo, 2400 a.C.
     En la religión del valle del Indo el mayor culto fue claramente el culto al toro, donde la mayor parte de de los dioses de su panteón eran dioses de fertilidad y, por tanto, dioses de la lluvia, necesaria para que aflorasen los abundantes pastos, esenciales para unas tribus que sustentaban su existencia en la cultura bovina, donde el modelo de riqueza se medía en vacas, becerras y leche, siendo el toro reconocido como el gran fecundador; de ahí la creencia de que para tener un buen rebaño había que tener buenos toros.
      Esa cultura ganadera de bovinos la hallamos atestiguada desde principios del Neolítico en una amplia zona de la India, como lo atestiguan los innumerables grabados de abundantes rebaños de bóvidos, hallados en los abrigos rupestres de Bhimbetka, Khoupum, Tamenglong, Raisen, Kerala o Manipur, por donde discurren varios ríos tributarios del Indo y el Ganges. En esas representaciones rupestres encontramos algunas figuras humanas erguidas o sentadas en lo alto de un toro, tal vez como antecedente remoto de divinidades de la lluvia y de posteriores creencias y cultos telúrico.
    En esa cultura primitiva encontramos al dios-toro del Indo representado de forma humanizada en varios sellos de arcilla de Harappa y Mohenjo-Daro, donde aparece con rostro trifaz y un tocado con grandes cuernos de toro, si bien su posición no es erguida si no sedente, con las piernas dobladas y las plantas de los pies juntas, en una clara postura de yoga. Está acompañado, bajo el edículo donde se asienta, de un ciervo y rodeado de varios animales como el elefante, el rinoceronte, el tigre y el toro. Tal como nos informa Jack Randolph Conrad, en “El cuerno y la espada”, los cuernos que adornan el tocado del dios son “largos y afilados, para simbolizar su fuerza y su fertilidad de toro”.           

El dios védico Parjanya

     Posteriormente, en el periodo conocido como la Época Védica (1500-800 a.C), los arios compusieron infinidad de himnos a sus dioses en toda la India, transmitidos de generación en generación y posteriormente recogidos en el libro sagrado conocido como Rig-Veda. La mayoría de los 1.028 himnos están dedicados a diversos dioses-toro.

     Entre esos dioses-toro encontramos a PARJANYA, dios del trueno y de la lluvia, que es invocado en el Rig-Veda como:
    
                                                    “El Toro, de fuerte bramido, 
    raudo en enviar sus dones,
       planta las semillas para que germinen…"

     También en otro himno se recoge la plegaria que invoca al dios y se le pide que sea solícito en la lluvia:

“Que este mi canto llegue al soberano señor Parjanya
hasta su corazón y le plazca.
Que tengamos las lluvias que traen gozo
Y a las plantas protegidas de dios frutos benéficos.
El es Toro de todos, y su impregnador:
él mantiene la vida de todas las cosas fijas y móviles”.


El dios INDRA

     Otro dios, al que el Rig-Veda le dedica doscientos cincuenta himnos, es INDRA, al que se le relaciona con la lluvia y el trueno. Su vitalidad se manifiesta en “mil testículos”(sahasranushka) y se le designa con el título de “toro de la tierra”, al tiempo que se presenta como dios de la fertilidad y de las fuerzas genésicas, por eso es el que da la vida, crea el buey y el caballo y da leche a la vaca. Es considerado hijo de Dyaus, uno de los primitivos dioses al que el Rig-Veda describe “como un toro colorado, opulento en semilla, que “sonríe entre las nubes” y lanza desde ellas su bramido”. También se le considera padre de Parjanya y de Agni, dios del fuego. Así describe el texto sagrado el nacimiento de Indra:

 “Su madre, la vaca, parió a Indra, un becerro sin lamer…”.

     Aunque a Indra se le representa siempre cabalgando un elefante, el Rig-Veda lo describe revestido de una fuerza física y una potencia generativa descomunal, y en esa combinación de trueno, rayo y lluvia el texto védico asocia su bramido salvaje al trueno y los rayos a sus agudos cuernos. Con todo ello se le intitula como “Toro espléndido”, “Toro terrible”, “El Toro de los mil cuernos” e “Inigualable en fertilidad”.
     En una leyenda sobre Indra se resalta la fuerza y la potencia fecundante del dios:

     “Cuando Indra fue en busca de su ganado robado, que los cuatreros habían ocultado en una cueva, con la ayuda de sus amigos los toros del viento, localiza a las vacas pero encuentra el paso a la cueva obstruido por una enorme piedra. Valiéndose de un brazo pétreo, que le ha crecido para la ocasión, Indra abre el paso a la cueva y arremete contra los ladrones con sus poderosas pezuñas y sus afilados cuernos. Con bramidos triunfales recupera e impregna a todo el rebaño de vacas”.

El dios AGNI
A Indra se le dedicaban rituales en los que se sacrificaban toros de cien en cien (hecatombes) y se le ofrecía parte de la carne sacrificada, ya que a Indra le gustaba mucho la carne del toro.
      Tras Indra, le sigue en importancia el dios Agni, dios del fuego en tiempos védicos y mediador entre los hombres y los dioses. Los vegetales que nacen en las aguas son la morada de Agni, por eso siempre aparece al frotar una planta acuática, la flor de loto y por ello se le llama “Toro de las aguas”, porque las vuelve fecundas (Rig Veda, X, 21,8). En ese texto sagrado, escrito en sánscrito, se refieren a él como el que “ruge como un toro” y como "el toro que tiene mil cuernos".
     Rudra es otro dios-toro de los arios que es considerado ”dios de la tormenta”, “dios del relámpago y Señor del rayo” y en su vertiente destructora es el devastador de hombres y ganados. Su madre fue una vaca pinta, llamada Prsni, y nació mediante “la risa del relámpago”. Por eso, al haber nacido de la tormenta era considerado dios de los vientos tormentosos, al tiempo que asociado a las grandes nubes que traen la lluvia.
     El Rig Veda recomienda hacer sacrificios a Rudra para aplacarlo, mediante el sacrificio y ofrenda correspondiente de un toro y atraer su bendición. El ritual debe realizarse en primavera o en otoño -solsticios en los que los rituales están dirigidos a aumentar la abundancia de las cosechas o la germinación de las semillas-, después de la puesta del sol y, preferiblemente, después de medianoche. Tras el sacrificio ceremonial del toro, los sacrificadores invocan los doce nombres de Rudra y le ofrecen trozos de carne escogidos, para aplacarle, tras lo cual arrojan al fuego la piel y la cola, al tiempo que riegan con sangre del toro algunas hierbas escogidas, consumiéndose el resto de la carne por los asistentes al ritual.
  Plácido González Hermoso                                  Continuará……

BIBLIOGRAFIA
Historia de las Religiones, siglo XXI, III “La religión sumeria y babilónica”.
Federico Lara Peinado, “Himnos sumerios”.
Federico Lara Peinado, “Himnos babilónicos”.
Cristina Delgado Linacero, “El toro en el Mediterráneo”
Jack Randolph Conrad, “El Cuerno y la Espada”.