viernes, 6 de marzo de 2009

EL TORO DE ORO

Ángel Álvarez de Miranda nos transcribe un curioso relato, en su obra “Ritos y Juegos del Toro”, que lo toma, al parecer, de M. Curiel Merchán (de sus “Cuentos extremeños”, Madrid, 1944, pag.321-323) quien lo recogió en Trujillo, Cáceres.
En el mismo podemos apreciar, en primer lugar, que la figura principal del relato, sobre el que pivotan el resto de los personajes, es un toro de oro que representa el agente genésico fecundante, cuya creencia compartieron varias sociedades en la antigüedad.
Ese es el núcleo principal de la narración, que la tradición oral popular nos ha regalado, y que por su curiosidad transcribimos a continuación:

Esto había de ser un rey, que tenía una hija, a quien un príncipe había deshonrado y abandonado. Esta princesa quería que su padre la comprase un toro de oro que fuera igual que los de verdad.
El rey mandó hacerlo, y cuando estaban haciéndolo fue la princesa y le dijo al que lo hacía que lo hiciera hueco, pero que no se enterase nadie.
Así le hicieron el toro, lo llevaron a su palacio y lo colocaron en su dormitorio. Ella se entró en el toro y allí estuvo sin salir durante varios días. Como el rey no la veía ya hacía tiempo, mandó buscarla por todo el palacio, pero sin resultado.
Unos días después empezaron a faltas cosas de comer, lo que extrañó mucho al rey, que no pudo encontrar al ladrón que se las quitaba, sin sospechar que el ladrón era su hija, quien le robaba y guardaba en el toro todo lo robado. Luego empezó a quitar no sólo cosas de comer, sino todo lo bueno que podía. Por esto, y sobre todo por no encontrar a la princesa por más que la buscaron, estaba el rey muy disgustado, y del gran disgusto cayó enfermo y tuvo que llamar a un hijo suyo, príncipe que vivía en otras tierras lejanas.
Al llegar el príncipe y ver un toro de oro tan grande pidió al padre que se lo diera, pero el rey, llorando desconsoladamente, le dijo que no, que era un recuerdo que tenía de su querida hija, pero que cuando muriera se lo quedaría con gusto.
Al fin el rey, lleno de pena por la desaparición de su hija, se murió, y el príncipe se llevó el toro a su casa, sin sospechar que estaba hueco y que dentro de él iba su hermana.
Al poco tiempo de estar el toro de oro en el palacio del príncipe empezaron a faltar cosas de comer y de todas clases, y al príncipe le extrañaba quién fuera el ladrón y dónde las escondía, hasta que ya pensó en llevarse el toro a su dormitorio, no fuesen también a robársele.
Una noche, cuando la princesa creyó que su hermano estaba dormido, salió del toro para seguir robando. Pero el príncipe, que no estaba dormido, la vio y la dijo:
- ¡Ah! ¿Pero eres tú?
- Sí, yo soy; pero no se lo digas a nadie, que no quiero que nadie me vea ni sepa que estoy aquí.
La prometió el hermano callarse y no descubrir a nadie este secreto. Pero, pasados unos días, la dijo que tenía que marcharse a la guerra, pero que ya daría órdenes para que dejasen fuera cosas de comida para que ella las cogiera y no muriera de hambre, y la dijo:
-Mira, hermana, siento mucho marcharme, pero vendré en cuanto pueda. Cuando tú oigas tres palmadas en las nalgas del toro, sal sin miedo, que soy yo, que ya he vuelto de la guerra.
Se abrazaron y se marchó elm príncipe.

Un día estaban arreglando las criadas en el dormitorio del príncipe y dijo una de ellas:
-Mira qué toro tan bonito tiene el príncipe.
Y fue y dio tres palmadas en la nalga. Enseguida salió la princesa, y las criadas, al verla, dijeron:
-Esta es la que se come la comida y roba las cosas.
Y la cogieron y la tiraron por la ventana, cayendo en un zarzal.
Una mujer que vivía enfrente y lo vio recogió a la princesa y se la llevó a su casa. A los pocos días vino el príncipe y empezó a dar palmadas en las nalgas del toro, pero nadie contestaba, y el príncipe, del disgusto, se puso malo.
Su hermana la princesa, estando en casa de la vecina, tuvo un hijo, y se enteró que su hermano había llegado de la guerra y estaba enfermo en la cama. Entonces preparó un gran cesto de flores y entre ellas envolvió a su hijito, poniéndole una carta en la mano en la que decía dónde ella estaba. Mandó a una muchacha con el cesto diciéndola que fuese al palacio del príncipe con él, preguntando si querían flores para el mal de amores, pero que no diese el cesto a nadie como no fuera al mismo príncipe.
Fue la muchacha al palacio, ofreciendo las flores, y no paró hasta que no entró en el mismo dormitorio del príncipe. Éste, al ver flores tan hermosas, empezó a moverlas y le gustaban mucho.
La muchacha entonces le dijo:
-Señor, más abajo las hay más bonitas.
Rebuscó el príncipe y enseguida vio al niño con la carta en la mano. La cogió, la leyó y en seguida salió a casa de su hermana, a quien vio lleno de alegría, preguntándola cómo había sido salir del toro de oro sin esperarle. Su hermana le contó lo ocurrido, y el príncipe, furioso, fue a palacio y mandó matar a las criadas. A la buena mujer que recogió a la princesa se la llevó a palacio, junto con su hermana.
La esposa del príncipe, que no conocía a su cuñada, preguntó que quién era ésta, y la contestó que era su hermana, que desde entonces viviría con ellos en palacio, y ellos criarían a su sobrino como a hijo propio, y que como ellos no tenían hijos le harían su heredero.
Y todos vivieron muchos años muy felices, conservando el toro de oro”.


Tal como analiza a continuación Álvarez de Miranda, sobre el significado de este relato extremeño, la alusión a un príncipe que deshonra a la princesa es una argucia narrativa para desviar el significado primordial del toro, que es “el verdadero agente de la fecundación de la princesa”, ya que el interés de la misma, al solicitar a su padre que le comprase un toro de oro, puede interpretarse como el deseo por conquistar la fecundidad.
Las creencias, en la antigüedad, sobre la potencia genésica del toro y el poder fecundador que podía transmitir, era un dogma que compartieron muchas culturas. Recordemos a las mujeres egipcias levantando sus faldas ante el toro Apis -cuando salia en procesión o lo visitaban en su templo de Menfis y a través de la “Ventana de la aparición de Apis” le mostraban el sexo-, en la esperanza de obtener el don de la fecundidad; o la Diosa Madre, o Gran Madre, de Anatolia, a la que representaban, con formas voluminosas, dando a luz un toro que simbolizaba al paredro fecundador de la diosa.
Otras semejanzas podemos encontrar en el mito de Pasifae, quien solicita a Dédalo le fabrique una vaca de madera, revestida con la piel de dicho animal, para introducirse dentro de ella y conseguir quedar fecundada por el toro, que el dios Poseidón envió al rey Minos de Creta, de cuyo acto zoofílico dió a luz un hijo con cabeza de toro, "El Minotauro".
O qué decir de la diosa “Artemisa Efesia”, la «Señora de Éfeso» de Anatolia en la etapa helenizante, cuya efigie era representada, escultóricamente, con el pecho enjambrado de mamelones, que no eran otra cosa que dídimos de toro, como remembranza de una diosa madre, semejante a la frigia Cibeles o la anteriormente citada Gran Madre.
Otros ejemplos podrían citarse al respecto que no aportarían mayor luz al análisis, sino mayor abundamiento narrativo que, en cualquier caso, con los ya aportados patentizan la existencia de creencias en el poder fecundador del toro, en su potencia genésica y en la especial relación con la mujer, que era compartido por diversas culturas circundantes del “Mare Nostrum”.
Plácido González Hermoso.




Bibliografía: Angel Alvarez de Miranda, "Ritos y juegos del Toro", pag. 62




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